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(Baruta. 19/03/2019) Seco quedaría el mar de ilusiones, construido sobre promesas inconclusas y políticas más deformes. “¿Qué opinarías de Venezuela actualmente?”, me peguntó un transeúnte extranjero.

Solo pude pensar. Pensé en unas imponentes montañas, que como toda madre, lloran y reprimen su inseguridad. Visualicé la silueta de un país que perdía la perfección de sus líneas y le coloqué precio a la libertad, que había sido expropiada impunemente.

Compadecí las bocas implorando un milagro, porque comer sería ya un lujo; y quise abrazar las almas suplicándole a la muerte una última palmada de compasión, parece que la vida era un lujo aún mayor. Por su parte, el precio de la esperanza pasaría a ser el producto más costoso del mercado, que lejos de ser libre, no alcanzaba a iluminar a ningún comerciante. La unión, en cambio, ya había perdido más su demanda que su oferta.

Recordé a un régimen que dictó toda desidia y nada de paz, manipulando a un pueblo que olvidaría escribirle la carta a Papá Noel durante años.

Nos alimentábamos de preguntas sin responder. De kilómetros sin restar. De una tumba ya vacía y una nación aún más sepultada.

Pero tras unos minutos, sonreí con ese inquietante ímpetu por vencer y le respondí que, Venezuela era una obra actuada por reales y valientes soñadores. Soñadores que habían vuelto a despertar y se mudaban de la calle Mártires s/n en la que se encontraban encarcelados, a una donde la acción fuese materializada.

Venezuela es un nuevo sueño palpable. Avanzaremos en la medida en que liberemos discursos ahogados de vicios y anticuadas políticas. Nos renovaremos en la medida en que entendamos la voluntad de ser y hacer por nosotros mismos.

Seremos nuestros cuando entendamos el sentido de responsabilidad y dignidad, a la medida que deseamos crecer internamente, y hacer del mundo, un materializado nombre llamado Venezuela.

María Laura Montes