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Comenzaba el año, apreció un nuevo líder. Rostro fresco, aparentemente con las manos limpias, discurso pobre pero aspecto mesiánico. No necesitamos nada más, le compramos la ruta. El nuevo intento de caudillo se juramentó a la épica, con el país volcado a su nombre. 30 millones de almas levantaron las manos y juraron junto a él.

Pasaban los días, comenzaron a invadir las dudas, la épica se alargaba. El destino lo juntó con los grandes líderes del continente y pareció que por fin, aquel 23 de febrero, con la entrada de la ayuda humanitaria, la épica sería final.

Entró al país cuál héroe, por su casa. Lo recibió su estado, entonaron el himno en medio de la calle. Este es nuestro soldado, el que lo va a lograr. Amaneció más temprano aquel día de abril, base aérea tomada. Comandancias sublevadas, y enfrentamientos entre uniformados. Los nuestros, y los suyos. La épica de la libertad moría lentamente.

Amiguismos e intentos de lavarle la cara a los corruptos de siempre. Diálogos y negociaciones. Los primeros detonantes para la pérdida de confianza estaban a la luz… Cierra el año, no puede pasar nada más. Escándalos de corrupción, destituciones y nombramientos dudosos le quitan la credibilidad.

El nuevo mesías, el caudillo definitivo, aquel que en enero pareció dispuesto a todo para hacer valer su presencia y aquella promesa de cesar la usurpación, hoy es otro nombre en nuestra larga lista de «siga participando».

La nuestra pudo ser una historia épica, tal como la de Leonidas y sus valientes soldados. Pudimos replicar lo hecho por Ucrania en 2014. Somos, por el contrario, una comedia mal contada, la historia de lo que pudo ser, y aún no es. La narrativa de siempre, promesas sin cumplir, pactos y cuotas.

La sensación de una épica no nos abandonó en todo el año, para nuestro malestar, lo épico solo sirvió para darle un cierto aire nuevo a una historia que ya nos habían contado.