Los individuos no tienen más que dos medios principales para dominar los unos a los otros: la fuerza y la ignorancia. Al volverse con el tiempo más civilizada y más estable la sociedad, las diferentes relaciones entre los seres humanos se hacen más complicadas y numerosas. La necesidad de las leyes civiles se hace sentir vivamente. Entonces nacen los legisladores, que con el paso del tiempo, se han alejado drásticamente de su función que es promover y defender en TODOS LOS INDIVIDUOS sin excepción, EL DERECHO A LA VIDA, LA LIBERTAD Y LA PROPIEDAD LEGÍTIMA, derechos a través de los cuales se ha construido la civilización occidental.
La historia nos demuestra una y otra vez, que es una mala puerta para salir de la pobreza, aquella por donde se entra en la infamia, es decir, aquella mediante la cual se institucionaliza la violencia, el robo y la violación de los derechos naturales en nombre del “bien común”, obviando la gran verdad de que nada es más común a los seres humanos que el derecho a la vida, el ejercicio de la libertad (entendiendo que la libertad de cada uno tiene como límite la propia libertad de nuestros semejantes) y el derecho a la propiedad legítima.
Bajo el nombre de “justicia social” se nos ha dicho que todos los ciudadanos (sin excepción) somos capaces de gobernar el país para, acto seguido, establecer que somos incapaces de gobernarnos a nosotros mismos, lo cual es una evidente contradicción, incluso, ante la mirada de los intelectualmente menos aventajados.
¿Hacia dónde nos conducirá la falacia de la supremacía estatal, donde “el Estado” es un personaje omnipotente y omnisciente, poseedor de una fortuna inagotable e independiente de la nuestra?
A eso que llaman “pueblo” y yo prefiero llamar “ciudadanos”, se le ha “inoculado” hasta el cansancio la idea de que, si hasta ahora han llevado la carga más pesada de la vida en sociedad, “el Estado” tiene los medios para lograr -si se les da más poder a los funcionarios que en su nombre obran, y se aumenta considerablemente su tamaño-, que el peso termine cayendo ahora en los “malvados ricos”.
Pero Venezuela es la prueba más reciente, de entre muchas otras cosas que residen en la historia, que a la postre, no puede evitarse que la carga del aparato estatal todopoderoso y sin contrapeso, recaiga en todos, y de hecho, mucho más en los pobres, que se suponía serían los beneficiados de “la justicia social”.
Esta no es una presunción relativa, no se trata de una opinión sesgada llena de
prejuicios, es la evidencia innegable de lo que sucede cada vez que con formas
muy suaves ,sutiles e ingeniosas, adornadas -con términos como “solidaridad”,
“fraternidad”, “redistribución de la riqueza”-, el robo generalizado y peor
aún, legalizado por parte de los funcionarios estatales, alcanza proporciones
alarmantes por una razón muy básica: EL ESTADO NO PUEDE DAR A LOS CIUDADANOS
MÁS DE LO QUE PREVIAMENTE LES HAYA QUITADO.
En la sociedad libre cada individuo decide y elige por sí mismo; en la sociedad
colectivista, los gobernantes (autonombrados representantes de “la sabiduría
popular”) deciden por cada uno, incluso en los aspectos más íntimos y privados
de la esfera del individuo, bien sea cuánto pan puedes comprar o vender o que
ideas debes aceptar y cuales debes rechazar sin que en ningún caso medie la
propia razón y reflexión individual.
La corrupción, el tráfico de influencias, el amiguismo, el partidismo, el
nepotismo, la autoasignación de millonarios contratos públicos e incluso los
llamados “bachaqueros” no son causados por la libertad sino precisamente por la
ausencia de ella. Así como la fiebre es la consecuencia y la infección es la
causa, los vicios antes descritos son producto del excesivo poder de los
funcionarios estatales y el poco o nulo poder de los individuos en la
conducción de sus propias vidas. Si un gobernante incurre impunemente en la
corrupción no es gracias a la libertad sino gracias a la ausencia de libertad
en los individuos que se ven abrumados y de manos atadas para hacer valer sus
derechos. El soborno por ejemplo, flagelo de casi todas las instituciones
públicas venezolanas, es la consecuencia del poder concentrado en los
funcionarios ante los cuales los ciudadanos ven violada su libertad, al punto
de que deben pagar cuantiosas “comisiones” para obtener aquello que no
implicaría un mayor obstáculo en un sistema normal, o en todo caso costaría
mucho menos en un sistema privado.
Continúa en una segunda entrega.
José Daniel Montenegro
Coordinador estadal de formación de cuadros