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Nada casual en la Venezuela que se fue veinte años atrás, la alteración del orden público acarreaba la inmediata suspensión de las clases, adelantando así la celebración de los días feriados. E inminente, el fin de semana alcanzaba una increíble extensión recreativa como un raro resultado de la acción, táctica o estrategia política de los grupos de encapuchados que la demandaban, algo más que apedreadores callejeros: por cierto, hoy en el ejercicio del poder, feroces represores de cualquier gesto de disidencia, pero insignes reivindicadores del ocio preferiblemente inútil.

Mucho antes que apareciera el Covid19 y sus cepas, Maduro Moros institucionalizó la paralización de las actividades del país. Un venezolanismo de arraigada significación, convirtió el puente en el recurso por excelencia para responder al colapso social y económico. Prácticamente, declarado una suerte de Estado de Sitio, prolongaba los días de asueto para evitar evidenciarse ante el mundo, desarticulando la sola posibilidad de una modesta protesta ciudadana en las calles.

Al mismo tiempo, los empleadores del sector privado, forzados al pago de los sueldos y salarios, subsidiaron al Estado incompetente de un vapuleado desempeño administrativo, como ocurre todavía. La pretendida concesión graciosa, atribuida a un inspirado arrebato de comprensión del momento por el usurpador, ha alcanzado su apogeo con la pandemia, sin que sea posible distinguir los días laborables de los que no lo son.

Puede aseverarse, el socialismo del siglo XXI ha realizado el viejo ideario rentista del puente venezolano, desvalorizador del trabajo, y lleva implícita la oferta de una ventajosa subordinación al Estado que, a todo evento, infaltable, paga las quincenas aunque no alcancen absolutamente para nada. El mariscal Covid19 realiza un magnífico aporte a las maniobras de enfermiza prolongación del régimen y, entrando a la Semana Santa, consagra un superpuente de nostalgia muy limitada ante los otros de años y décadas anteriores: ninguna diversión y derroche promete, salvo a los privilegiados del poder que ya aprendieron a festejarlo en un yate de muchos pies, mar adentro.

Creyentes o no, afrontamos esta semana intentando una reflexión algo más creadora y trascendente de la acostumbrada, quizá tentados a la literal apuesta por un salvador capaz de violentarse y de violentarnos ante las injusticias, como bien lo ha reportado Boris Vallejo, haciendo hablar al arte. Empero, el Domingo de Resurrección nos espera con una respuesta que nos exige muchísimo más, con la atribulada imagen del crucificado que inspira, incluso, a quienes no le oran: la derrota de los opresores hay que consumarla en todos los rincones del corazón que nos haga capaces de levantar un mundo nuevo sobre los escombros del viejo, firmes y esperanzados.