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No me referiré al general vivo. Habrá tiempo de sobra para evaluar su accionar cuando Hugo Chávez y después. Trataré aquí sobre la muerte del general Baduel. Ya lo sabemos: no ha sido el único muerto en prisión, lo que equivale a decir: en manos criminales. Pero será, sí, sin ánimo de descalificar a ninguno de los otros valerosos presos políticos aniquilados por el régimen, uno de los más relevantes y sonados por su rango, su ascendencia en la Fuerza Armada y, precisamente, por su estar y no estar acompasando a los terroristas.

Baduel se les muere en prisión. Lo sacan de La Tumba, un lugar tan criticado en el mundo entero, por las condiciones a las que someten a quienes privan allí de libertad, un asco de lugar infame, y lo trasladan al Helicoide. Un espacio de mayores posibilidades para las relaciones a lo interno del recinto «carcelario», tanto como hacia el mundo exterior.  Pero dura pocos días ahí, se muere o lo matan. No es tampoco el único preso político al que matan o se les muere a los tiranos Inescrupulosos. Sin ánimo comparativo, imposible, recordemos que Alberto Carnevalli murió en la cárcel de San Juan de Los Morros, cuando Pérez Jiménez, el mismo año de su nueva captura. Su documento acerca de la «acción coincidente» habría que reeditarlo hoy.

Volvamos a Baduel: Se les murió, según informa el poco creíble parte oficial (son inescrupulosos, ya lo dijimos), y esto genera un cúmulo de implicaciones. ¿Lo dejaron morir de mengua? ¿Murió sin ningún tipo de atención ni revisión médica? La vida y la salud de todos los prisioneros son ineludible  responsabilidad y obligación del Estado. Además, constituyen Derechos Humanos; por tanto, son universales y su incumplimiento genera delitos de lesa humanidad. ¿Está extendido así el coronavirus en el SEBIN del Helicoide? ¿Hay otros presos enfermos y desatendidos? Como se aprecia, el parte oficial produce suspicacia y no solo suspicacia.

¿O lo mataron? Ante esta opción, nada increíble por historias conocidas y reconocidas de otros presos, como Acosta Arévalo, era mejor dar la increíble idea de que se les murió, desde luego. ¿Por qué lo habrían hecho? ¿Torturándolo? ¿Para qué? ¿Para extraerle información sobre algún malestar reciente manifestado en la Fuerza Armada? ¿Para someterlo después de sometido? ¿Para una venganza a destiempo? ¿Alguna retaliación postergada? Tal vez nunca lo sabremos. O no ahora. El caso es que el general está muerto y murió en las escabrosas, tenebrosas, manos del régimen de Nicolás Maduro.

Otro caso para engrosar el inmenso expediente por delitos de lesa humanidad del régimen del terror en Venezuela, ese que reposa en La Haya, en la Corte Penal Internacional. Y reposa hace años, más o menos inamovible a pesar de que los informes de la ONU, las presiones de quienes solicitan acelerar los procesos, los vaivenes políticos y más, generan una necesidad de un pronunciamiento pronto en función de tratar de evitar más muertes injustas, más delitos contra inocentes, la extensión mayor de los crímenes, antes de que ocurra como en otros países que la medicina no llegó a tiempo para evitar el arrepentimiento del mundo. Esta muerte suma y presiona a la CPI y al mundo entero. La realidad está allí y supera al accionar del mundo. Nada menos.