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La diáspora no es un gran reflejo de país. Destruye, y mucho, a quien la padece. Es una sensación de vacío y de intranquilidad que atormenta. En ella se van sueños, metas, conocimientos y personas increíbles. En ella se va un país. Duele hablar de este tema y más cuando te ha tocado directamente. Duele saber que el comunismo ha dividido familias enteras. Mi padre, hoy es parte de los que se fueron de esta tierra amada con la ilusión de volver. Es uno más que hace falta en las familias; que hace falta en los hogares. Mi padre hoy hace falta en esta mesa.

Es fácil, a veces, reducirlo todo a cifras, a números, porcentajes, estadísticas, pero ¿Cuantas historias refleja todo esto? ¿Cuántos hogares han sido desvencijados? Mi padre hoy es parte de los más de 4 millones que se han ido buscando algo mejor y duele que Venezuela haya dejado de ser ese destino.

Las mañanas eran ricas en detalles, cosa que, a veces, ni se advertía por una rutina que obnubilaba. Detalles como la bendición de un padre a un hijo. Detalles como el desayunar juntos. Detalles que se reducían en una pequeña frase muy concreta: “Que tengas un gran día, hijo”. Las mañanas ahora no muestran lo mismo. Aquel rostro calmado y tranquilo que desde las 5:00 am comenzaba a carburar, hoy lo sigue haciendo pero desde la distancia. Desde otras tierras.

Relatar estas mañanas ahora se hace más cercano a mí mente. Al despertar en la acostumbrada hora comenzábamos ese plan que ahora se extraña. Parecía una estrategia, la cual indicaba ser feliz. Padre e hijo. Juntos en el desayuno con una esposa y madre que, en su afán de discutir cualquier cosa, nos unía cada vez más. Juntos al salir de casa, juntos al encender el auto, solo separados en ocasiones puntuales, al cerrar un portón blanco y ruidoso y al dejarme en la universidad. Eso era riqueza. Eso es riqueza.

No solo es la mañana la que quiero relatar. Son también las noches, en las que muchas veces Magallanes y Caracas eran nuestra única barrera. Padre e hijo, ligando cada uno a sus muchachos, a sus equipos, pero juntos después de terminar aquellos duelos deportivos. No solo son las mañanas ni las noches, también son los cumpleaños, que ahora se añoran con la tortica en su mano y la sonrisa en su rostro.

20 años tiene una supuesta revolución, la misma edad que ostento yo. 20 años en lo que se fue cocinando a fuego lento la disgregación de los valores de una nación entera. 20 años donde se prefirió expulsar a cada connacional con malas decisiones políticas, económicas, sociales y culturales que unirlos en productividad y riqueza. Son los 20 años que un país parece haber vivido y a la vez no. Un país que se siente exiliado en su propio territorio, ya que no siente propia tanta corrupción; que no siente este olvido y dejadez símbolo de aquel país que se tuvo.

De 20 cumpleaños 19 me acompaño el abrazo certero y fuerte de un padre que felicitaba a su pupilo. Recordar ese cumpleaños sin él, es recordar que papá hace falta en esta mesa. Al cumplir los 20, me levanté con sensaciones raras, pero orgulloso de un apellido. Feliz por cumplir años, pero triste porque una silla estaba vacía. Todo un día completo con la mente en dos países, Venezuela y Colombia.

El día de la separación que lo uniría a la diáspora, fue de nostalgia pura y dura. Era primera vez que nos separábamos desde toda su crianza hacia mi persona. Todo un día sin poder congeniar ni un pensamiento, ni una idea, solo consolado por mi mejor amiga y hermana que sirvió de apoyo en esas horas. En la tarde, su maleta estaba lista. Sus lágrimas también junto a las mías trataban de sopesar una despedida momentánea. Las promesas tomaron parte y sentía que me dejaba un listón muy alto “Te encargas de la casa ahora, hijo” y asintiendo con mi cabeza pude responder “tranquilo, papá”. Esa imagen la viví con llanto, con tristeza, con dolor. La noche ya estaba vacía, daba igual cualquier cosa.

Con aquellas imágenes puedo entonces comprender lo que siente cada hijo que el comunismo separo de su padre. Puedo comprender cada esposa que la escasez o la inseguridad le quito a su compañero de vida. Puedo comprender lo que siente una Venezuela que ha dejado ir a muchos de sus protectores. Allí está la diáspora. Se nota en cada vecino país. Se nota en cada mesa sin un padre. Allí está la respuesta del por qué Venezuela debe despertar y es porque muchos padres hacen falta en nuestras mesas.

La diáspora tiene desafíos que no son sencillos. A, veces, el rechazo de culturas diferentes se hace presente. Pero no puedo dejar de agradecer a países como Perú, Colombia, Argentina, Ecuador, Chile, entre tantos otros, por cuidar de mis hermanos, los cuales van a ser importantes para levantar nuestro país de las ruinas.

@SoyVanegasG