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Las naciones no son solo grupos humanos con características culturales comunes; también configuran espacios de desarrollo económico y tecnológico que potencian, al mismo tiempo, la comunidad política y de intereses sociales, lo que deriva finalmente en estructuras administrativas que organizan el territorio; pero estas formas de organización territorial no son artificiosas, responden casi siempre a la naturaleza de las naciones que componen el Estado, por este motivo existen diversas fórmulas dentro de dos grandes categorías: la federal y la unitaria.

Casi ningún Estado moderno alberga solo una nación, aunque se crea con frecuencia que es así; esto ocurre con mucha mayor incidencia en América, donde la mayoría de los Estados sirven a los intereses de una mayoría nacional, sin que esto evada necesariamente el hecho de que las naciones minoritarias también existan; esto lo hemos visto más de cerca recientemente, en la lucha de los pueblos indígenas venezolanos, para evitar que la mano voraz del socialismo arrase con sus hábitats, pero con mucho mayor énfasis para evitar que se destruyan sus formas de vida, sus medios de subsistencia y colapsen sus actividades económicas.

Incluso si el territorio del Estado coincidiera con el territorio de una sola nación, el sistema administrativo para desarrollar las potencialidades locales consignaría algunos factores que resultan determinantes: el reparto del poder, el grado de autonomía de las partes integrantes, el nivel de desarrollo y de atención a los intereses de las comunidades vinculadas y finalmente el estado de los equilibrios necesarios para garantizar el gobierno más justo y eficaz; el poder descentralizado permite el reparto más o menos equitativo de las cargas y por consiguiente de las responsabilidades y promueve el equilibrio de fuerzas tan necesarias para asegurar un régimen liberal.

La descentralización del poder en naciones multi-regionales, puede darse de dos maneras distintas: mediante agentes del Estado central, mediante agentes de la Región y en combinaciones diversas; la primera forma responde al Estado unitario y la segunda al Federal, las combinaciones entre ambas describen fórmulas sui generis como el mancomunalismo, el autonomismo, el regionalismo, entre otros; el caso de Bélgica es particularmente llamativo, dado su carácter consociativista en el que priman los acuerdos entre comunidades lingüísticas y culturales con el mismo peso político; en Estados Unidos, donde las naciones indígenas no representan minorías significativas, igualmente se ha dado a estas un estatus singular de autonomía en las que se configura un pacto directo entre las mismas y el Estado Federal; este nivel de asociatividad es, por mucho, deseable y replicable a nuestra realidad.

Si la nación posee una estratificación del poder que garantice el reparto subsidiario del mismo, aunque su organización sea unitaria, cada región tenderá a la autarquía, si en cambio la estratificación del poder no garantiza el reparto en consonancia con las necesidades e intereses regionales, las comunidades estarán siempre subordinadas a la Metrópolis del Estado, lo que generalmente se traduce en un sistema ineficiente y hegemónico de una élite sobre minorías geográficas; esa ha sido por mucho tiempo la situación del poder en Venezuela.

El Estado central ha manejado casi exclusivamente por demasiado tiempo, aspectos tan trascendentes como el reparto tributario, y ámbitos que podrían generar mayor productividad en las regiones, si estas se encargaran de su desarrollo como es el caso de la educación, régimen de seguridad y administración de riesgos, la justicia, salud pública y régimen previsional; en fin, un Estado concentrado en la capital, no ha tenido los mejores resultados, si se combina además con un Estado con vocación estatizadora, en el que el gobierno funge como gran propietario y distribuidor de la riqueza rentista; la transformación no solo debe asegurar la desconcentración y liberalización económica, también debe asegurar el reparto de la fiscalidad y de las atribuciones que, naturalmente, pueden gerenciar las regiones, bajo un enfoque cónsono con sus realidades socioculturales.

La atrofia del poder político regional con frecuencia también genera atrofia en otros ámbitos, principalmente el económico, dificultando el desarrollo local a partir de la promoción de la iniciativa ciudadana, lo que determina una ausencia de libertad notoria y configura un escenario de escasa competitividad y atraso en relación con otras naciones que sí permiten el despliegue de fuerzas activas en la base geográfica; como ejemplo tenemos a los Estados Amazonas y Delta Amacuro, el segundo de estos posee una riqueza petrolera de incalculables proporciones, quizás mayor a la del Zulia, el primero en cambio, posee ingentes riquezas minerales; las dificultades para que el sistema educativo penetre en las sociedades indígenas mayoritarias en estos Estados, puede explicarse por la centralidad con que se diseña el currículo, incluso el intercultural bilingüe; un sistema educativo subsidiario, que relacione al individuo en su cosmovisión con las potencialidades que le brinda el territorio que puede desarrollar libremente puede tener un impacto positivo; un gobierno regional que no solo sea garante de las políticas federales de desarrollo sino que posea la capacidad de desplegar iniciativas propias, otorgando concesiones, habilitado para asimilar cargas tributarias, capaz de poseer un patrimonio real, también afirma al federalismo como método más efectivo para crecer.

El federalismo que necesita Venezuela es muy distinto al federalismo nominal sujeto al Estado central, con apariencias de descentralización administrativa y excusado por el eufemismo de llamarlo cooperativo; esta última versión del federalismo, de cuño alemán, no limita la iniciativa ni la autonomía regional, tan solo se asegura de que las asimetrías no generen conflictos interregionales, sino que estimula la cooperación interterritorial; una síntesis sui generis del federalismo cooperativo y el mancomunalismo español ha sido sopesada en varias ocasiones, de hecho, las formas constitucionales a partir de 1961 tendieron a lograr este sistema; sin embargo, los esfuerzos deben aumentarse, la nación aspira a autonomías locales por encima de gobiernos regionales fuertes que sean capaces de garantizar la autonomía local más eficazmente.

Para que crezcan las ciudades, para que se fortalezca la municipalización, es indispensable contar con estructuras potentes que descentralicen el poder; pues la descentralización directa, como se ha pretendido, ya lo hemos comprobado, lo único que hace es prolongar el centralismo y fomentar la dependencia del gobierno federal.