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Sea cual sea nuestra actividad, para alcanzar el objetivo que deseamos los seres humanos procuramos actuar razonablemente. Si resulta que caminamos por la ciudad y vamos a cruzar la calle, nos aseguramos de hacerlo de forma que no podamos ser lastimados por un automóvil; si vamos a tomar una medicación, procuramos ajustarnos a la dosis preestablecida por el médico, pero si lo que estamos haciendo es manipular un cuchillo mientras cocinamos, nos aseguramos de no herirnos mientras lo hacemos. Todos estos actos son espontáneos y responden a una característica exclusivamente humana: la capacidad de razonar. Razonamos constantemente en nuestra vida diaria y la mayoría de las veces ni siquiera lo notamos.

En situaciones más profundas, como por ejemplo establecer un orden social a través de la razón, siguiendo las maneras que facilitan a los individuos alcanzar las metas que persiguen, no es un problema en exceso complicado.

Los asuntos de política y de gobierno tienen, inequívocamente, superior relevancia que los demás temas de los que la actividad humana se ocupa, y esto es porque en el orden social subyace la base de todo lo demás, permitiendo a los individuos (u obstaculizando, según sea el caso) desarrollarse, prosperar y materializar los objetivos que ambicionan únicamente bajo una organización con tales fines compatible. Pero por superior que declaremos el rango de lo político y lo social, convendremos en afirmar que los asuntos a tratar son de naturaleza puramente humana, y por ello, inherentemente declaramos y aceptamos, en consecuencia, que tales asuntos deben ser abordados por los medios que la razón sugiere.


Recurrir al misticismo, la emotividad y la subjetividad al establecer una estricta dependencia entre las intenciones y los resultados, implica afirmar que se pueden alcanzar los fines de manera independiente a los medios, y aquí como en todos los demás asuntos prácticos, donde razonar es necesario, constituye un grave error y, lamentablemente, un error que se comete con demasiada frecuencia.


Debemos entonces organizar a la sociedad de acuerdo con aquellas normas que en mayor medida permiten alcanzar los fines que el individuo apetece, bajo un marco de igualdad de todos ante la ley, Esto, es sin violentar en nuestros semejantes los idénticos derechos que en nosotros exigimos sean respetados, a saber: la vida, la libertad y la legítima propiedad. No son, en verdad, tan elevados, grandiosos o benéficos el Estado y el orden legal, el gobierno y la administración pública como para atemorizarnos y hacernos renunciar a someter tales instituciones a la prueba de la racionalidad.


El raciocinio confiere condición humana al individuo; es lo que le diferencia y eleva por encima de las bestias. ¿Qué motivo hay para que, en el terreno del ordenamiento social, hayamos de renunciar al arma de la lógica, apelando, en cambio, a vagos y confusos sentimientos e impulsos?


Si para abordar un avión requerimos la certeza de que el piloto de éste sea alguien calificado, más que “chévere”, tomando en cuenta que la vida de unas 100 personas depende de ello, ¿cómo es que existe la tendencia a cambiar drásticamente de enfoque, sustituyendo la razón por la pasión cuando de decidir modelos de organización social se trata, aún cuando la vida de millones de personas depende de ello? 


Allí, donde los sentimientos separan a los individuos, la razón debería unirlos. Los sentimientos a las sensaciones son subjetivos, individuales, varían de una persona a otra, de un país a otro, de un clima a otro, mientras que sólo la razón es una misma, en todos los hombres, y sólo ella es siempre correcta. Ahora bien, decidir si es moralmente superior un individuo que prefiere escuchar a Mozart frente a otro que prefiere escuchar regueaton, nos sitúa en la esfera de los juicios de valor y por ello, no se puede tratar el asunto en términos de “bueno” o “malo”, sino en términos de preferencias personales. Pero no podemos ser igual de indulgentes cuando de contrastar el socialismo con el liberalismo clásico se trata. La tiranía y la libertad de ninguna manera son equidistantes a la ética común de los seres humanos.


Resulta incomprensible apelar a la excusa de “esa es mi verdad” para defender el socialismo, más aún cuando se puede cuantificar el número de muertos contados por decenas de millones durante los gobiernos de Lenin, Stalin, Hitler, Pot Pot, Castro, Chávez, Maduro y muchos otros socialistas. Si de una verdad podemos hablar aquí, es que no existe en tales asuntos ni “mi verdad”, ni “tu verdad”, sólo existe la verdad: el socialismo es desde toda perspectiva racional, incompatible con la ética de la libertad.


Desde VENTE VENEZUELA defendemos la libertad del individuo como un derecho natural, por lo tanto supremo y sagrado, no es casual que VENTE VENEZUELA sea llamado también “EL PARTIDO DE LA LIBERTAD”. Mientras otros giran en torno a los valores centrales de la justicia (justicia social, que es una forma de injusticia), la redistribución de la riqueza (una forma elegante de disfrazar lo que es realmente: robo y expoliación estatal sobre los individuos), la ley (confundiendo legalidad con justicia), situando en el Estado el lugar común del bien y las acciones virtuosas con estricta subordinación de los individuos a instancias estatales, en VENTE VENEZUELA apostamos por la libertad del individuo como unidad de acción, como ente que piensa, siente, actúa y voluntariamente coopera con sus semejantes para que cada uno pueda alcanzar sus fines, y en consecuencia, elige gobiernos que derivan el poder del consentimiento ciudadano. Gobiernos que justifican su existencia únicamente en servir a los ciudadanos y no ciudadanos que han establecido instituciones gubernamentales para servirles a ellas.


Continuará en una 3ra y última entrega.


José Daniel Montenegro, coordinador estadal de Formación de Cuadros de @ventebarinas.