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(Los Teques. 22/10/2020) Este tema rebota en mi conciencia permanentemente. Por un lado hay conciudadanos que aplauden cada vez que aparecen noticias (con más elevada frecuencia cada día, según las estadísticas) de los «enfrentamientos» donde caen abatidos por cuerpos policiales o militares (parapoliciales o paramilitares) supuestos delincuentes a los que marcan las informaciones con sus alias, para denotar que son malandros conocidos, azotes de barrio, ladronzuelos que se hacen hasta populares más por el remoquete, a veces hasta creativo, por ridículo o impensable: «cayó el energúmeno», por inventar uno que no debe existir realmente, sólo por ejemplificar.

Por otro lado están esos cuerpos policíacos que si no es así, se inventan enfrentamientos, armas, balas y otras detalladas justificaciones, a veces ni las dan para liquidar sin miramientos, o con ellos, a quien se les atraviese. Algo así como gatillos alegres. No dudo que un porcentaje importante sea de verdaderos toma y dame a plomo. Pero a veces (¿Quién lo duda?) personas inocentes son convertidas en occisos sin derecho a pataleo. Lo mismo vale al revés para delincuentes que cazan policías o militares. Sabemos que abundan las armas regadas por incumplimiento de funciones (no es el único incumplimiento, por cierto) de la Fuerza Armada.

Ahora, no hay justificación para matar. Sólo la defensa propia. Ya la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas ha cuestionado en sus informes las actuaciones de la FAES, incluso su existencia, como el más afamado (para mal) de los grupos que practican exterminio por donde van. Se basa Michelle Bachelet en la defensa a ultranza del derecho a la vida. Derecho que debería cobijar a todos los venezolanos, los acosados por los grupos policiales y/o parapoliciales que no miran ni miden para acabar seres vivos y los que matan menos escandalosamente, de hambre y padecimientos (salud física y mental, donde podemos incluir los suicidios causados por la situación general) y sufrimiento. Son los mismos ejecutores. Es éste el régimen del acabamiento por la vía que sea.

Nadie ha borrado de nuestra constitución la garantía de vivir. Pero esa letra está más muerta que los cadáveres diseminados por uniformados o sin uniformes o por los delincuentes asesinos, algunos que actúan también de sicarios. Fijémonos en los morideros que representan las cárceles, licuadoras físicas y mentales de seres vivos. Ningún humanista, ningún defensor de Derechos Humanos, ningún religioso, ningún ciudadano verdaderamente considerado como tal, será capaz de alentar o de justificar el cortarle a alguien la existencia. Aquello de la vida no vale nada instalado en alguna canción y en los códigos habituales de delincuentes y policías hay que borrarlo para siempre de nuestra mente colectiva. La vida vale y mucho. Es única e indispensable.

Es necesaria la mía para mí y para otros y la de todos para sí y sus otros. Si algo debemos rescatar en nuestro país y nos han buscado también exterminar del pensamiento es la extraordinaria alegría que significa estar vivos y que durante un tiempo, que ojalá pueda ser más prolongado, los demás, quienes comparten estos momentos a nuestro alrededor, o a nuestro lado, vivos estén. Buscar arrebatarnos el deseo y las razones para vivir, especialmente a los más jóvenes, es una de las peores ignominias cometidas por esta infame tiranía.

Quien comete una fechoría debe pagar por ella. Debe ser, según la legislación, debidamente tratado como ciudadano que es, procesado y llevado a un centro de reclusión (no un moridero) para propiciar su rehabilitación y reinserción social. Ir, buscar, y matar (se) no es lo ideal de una sociedad. La legalidad, la presunción de inocencia, deben prevalecer hasta demostrar el delito cometido. Digo perogrulladas que parecen olvidarse. Señores de los cuerpos militares, señores de los cuerpos policiales, señores cuyo desvío los ha convertido en sociópatas (malandros y delincuentes, azotes que se consideran por encima de los demás porque van armados por la vida) valoren justamente su vida, valoren justamente la de los demás, compartamos la alegría de estar respirando y gozando este leve tránsito por el mundo.

Sé que mi mensaje no les llegará directo a los destinatarios para los que ahora escribo. Pero tú amigo lector, si tienes un militar cercano, un policía cercano, un malandro o delincuente cercano o alguien cercano de la tiranía, estoy seguro que transmitirás adecuadamente el mensaje, como hoy encarecidamente te lo pido.

William Anseume