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(Los Teques. 28/01/2021) No resultó esta una habitual jornada de repartición de leche en Paracotos. Fue bastante singular. Me movió fibras extrañas en la sensibilidad de humanista. Se comprende con claridad por qué ciertas carreras (orientaciones del pensamiento/acción) pretenden ser borradas de la conciencia universitaria futura por estos terroristas enquistados.

En la novela Fiebre, de Miguel Otero Silva, el personaje/estudiante recorre lugares ignotos para el común de los habitantes, con el fin de determinar (científicamente) el abandono, la precariedad, la ingente necesidad de modificar aquella situación e impulsar el país hacia un desarrollo económico que se convirtiera en mayores alcances para la vida de los ciudadanos. El domingo pasado me transporté a la febricitacion del personaje dolido con la realidad. No es la primera jornada. No será la última. Pero la marca de esta fue indeleble, por variadas razones.

Obviamente acudo a las zonas más desprovistas del pueblo que habito. Las casas humildes juntadas con mezcla de cemento o cercas de alambre se arremolinan, como una sobre otra. El cementerio está por desplomarse en cualquier momento. Un lugar donde seguramente habrá alguna ceniza de mis lejanos antepasados (solía venir a Paracotos con mi abuelo, traídos por mi padre, en busca de tumbas extraviadas en ese laberinto de osamentas tapiadas) tomará la enjuta carretera con restos de lo que fueran seres animados. Otro detalle: un número sorprendente, para mí, de niños por casa. Evidentemente varias familias sobre familias abotonadas en el mismo cajón aislado de cuartos tan poco espacioso.

Luego, en medio del último rinconcito donde me indica mi amable acompañante que debemos visitar, debido a la existencia allí de varios infantes también, casi atropello, pisándola, la tapa del ventilador. Adherida por amarres a una cuerda, adherida a su vez a los dedos de quien la sostiene ansioso. Evidentemente no era yo la paloma esperada. Desmesurada para el engullimiento del medio día. Bajo la tapa del ventilador, ese entresijo de alambres redondeados, las partículas de arroz como carnada para la víctima plumífera. Tardé un tanto en comprender lo que ocurría. Así estaba de desprevenido ante aquello. Para mí, todo un acontecimiento social/cultural.

Los aborígenes, me dije. Los hombres de las cavernas, mascullé. Todo un revolcón sociológico, antropológico (el dedo gordo de la subsistencia), cultural, económico. En fin, no lo podía creer. El sustento real de aquella familia numerosa, después lo corroboré, dependía de la agilidad cazadora del padre. No importa que el régimen del terror pretenda orientar a los jóvenes estudiantes hacia carreras para él productivas en nuestro ahora improductivo país. Las humanidades y las artes pervivirán a pesar del moribundo despotismo.

Elucubré una maraña de ideas acerca de la bolsa CLAP que llega al pueblo con su carga plena de arroz. Transformé en humanos las posibles palomas de la cacería. Y la imagen resultó nítida. La trampa de cazar palomas. No volví para nada triste. Al contrario, me enorgullecí del acto cuasi quincenal de entregar vasitos de leche (sin ninguna añoranza por el remoto CAP). Algún vacío espiritual lleno con cada entrega. Sin ningún sentimiento de culpa propia, sino ajena. Allá el régimen con sus trampas. Las palomas seguirán palomas. Pero siempre habrá quien opte por detener la cacería pedestre y por dar a entender que la vida tiene otros modos. Que la vida tiene sentido, a pesar del estrujamiento con saña de la bota, del arma, del poder.

William Anseume