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Casas Muertas es una novela del prolífico periodista e ingeniero venezolano Miguel Otero Silva; da cuenta de un pueblo llamado Ortiz, en los llanos venezolanos durante la época de Gómez, a principios del siglo XX; describe su devenir a consecuencia de las enfermedades y de las migraciones de sus habitantes a las ciudades y las zonas petroleras. Este reflejo no dista mucho de la Venezuela actual, sus ciudadanos huyen de un país sumido en la pobreza y en la barbarie, sin importarles que, aun arriesgando sus vidas, lo vital es salir de Venezuela, no importa la forma, bien sea a través de trochas, ríos, montañas y métodos irregulares.

La crisis del COVID-19 sumado a la indolencia y corrupción de los gobernantes de turno, al igual que pasó en Ortiz, separó y enlutó familias; así podemos leer en la novela de Otero: “Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo sólo vi las llagas de los hombres. Se están derrumbando como las casas, como el país en el que nacimos. No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado cómo los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice”.

La descripción que hace Otero en su obra refleja la condición actual de nuestros niños, jóvenes y adolescentes, cuando los vemos en las calles mendingando o hurgando en la basura un pedazo de pan o en su defecto, buscando el alimento propio y el de sus familias siendo miembros de bandas armadas, a través del robo, el narcotráfico, el secuestro y la extorsión. Así describe Otero a los jóvenes de Ortiz: “Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejos el haber sido realmente jóvenes alguna vez”; no hay mejor simil que esa frase de Otero para describir a nuestra juventud en épocas de socialismo del siglo XXI.

Leyendo Casas Muertas es como si retrocediéramos en el tiempo, es como si asistiéramos a un nuevo capítulo de aquella novela de Otero Silva. El paisaje se volvió cada vez más gris, se nos fue la alegría y la sonrisa, las fachadas de las casas y edificios soportan los embates de los años. En las paredes se puede sentir un tiempo no muy lejano donde los pueblos y ciudades se vestían de color para recibir las épocas decembrinas, que no solo se caracterizaban por el olor a hallaca sino a pintura fresca que le devolvía el alma a cada calle de nuestro país; nos dice Otero: “Ya no se rompían piñatas los días de cumpleaños, ni se bailaba con fonógrafo los domingos, ni retumbaban los cobres de la retreta”. Hoy, detrás de esas paredes pálidas y corroídas viven cada vez menos venezolanos. Se va el vecino, el amigo, el hermano, el niño que jugaba ya no se escucha, no existen las fiestas de los fines de semana, reina la ruidosa soledad. Dentro de los hogares el tiempo se detiene, queda todo intacto, afuera el tiempo pasa factura. Las puertas se cierran esperando que pronto se puedan abrir otra vez.
Sí, que se puedan abrir de nuevo las puertas, como están abiertas las esperanzas de un pueblo que lucha por su porvenir, como menciona el físico y sociólogo Gustave Le Bon en su obra Psicología de las Masas: “Los pueblos viven sobre todo de esperanzas”. En la Venezuela de Casas Muertas fue el paludismo, en la Venezuela actual es el COVID-19, pero también es gente como el coronel Cubillos, personaje misterioso, corrupto, cínico y antipático, personaje que antepone sus placeres materiales y su bienestar antes que el bienestar del ciudadano por el cual debe velar.

A pesar de lo dramático del relato, Otero nos deja en su obra un mensaje de amor, de lucha, de porvenir, de esperanza; como es el deseo de millones de venezolanos; ver salir adelante a mi país, tu país, nuestro país VENEZUELA y solo la LIBERTAD nos dará un porvenir fructífero, el futuro de una VENEZUELA TIERRA DE GRACIA.